"¡Ja ja ja!" rió un hombre. "¡Mirad a aquel pobre viejo! ¡Intenta sacudirse su cuerpo como un perro las pulgas!"
Toda la corte rió y se mofó del viejo.
Una mujer en una esquina lloró. Comprendía al pobre anciano.
Aún ella, con sus finos labios, sus ojos de cielo, su pelo de fuego, su belleza sin igual, sentía la necesidad de quitarse aquella prisión carnal.
Pero sin morir.
Lo intentó mil veces, y no pudo. Y a cada minuto que su alma permanecía en ese cálido y dulce envase, se oxidaba, se corrompía. Se sublevaba a cuestiones banales, se besaba con lo irrelevante, se prostituia con la superficialidad.
Pero sin morir.
El viejo intentó sacarse el cuerpo nuevamente, y por poco se quita la vida.
Allí el problema. ¡Es que se encuentran tan fuertemente unidos!
Por supuesto la corte entera rió de nuevo. Una mujer rió tanto que su peluca salió disparada y fue a caer en la carroza del Duque, que, asustado, brincó por la ventana y su cráneo fue aplastado por un caballo.
Pero sin morir.
Agonizó largamente, y nadie lo notó, puesto que los ojos de la corte entera estaban cubiertos de lágrimas, y nadie escuchó los gritos por las fuertes carcajadas que emitían. Así murió el Gran Duque. Como si nada pasara, sin que a nadie le importara, sin que nadie lo recordara, nunca.
Nunca.
Lo enterraron en una fosa común, porque entre todo el alboroto, un lunático de la calle lo despojó de sus ropas, y como ya ni cara tenía, nadie lo reconoció. Ni a nadie le importó. Su mujer no lo buscó, no preguntó, ni se preocupó.
Nunca.
Y la única testigo era la joven de cara de angel, pelo de fuego, cuerpo esbelto, con gracia, adorable, gentil, hermosa como la belleza misma. O más. Se apoyó horrorizada en una pared de piedra, y se cubrió de la realidad tapándose la cara con las manos.
Pero no pudo evitar mirar. Corrió un dedo, y luego otro. Siempre hizo lo mismo y no lo dejaría de hacer.
Nunca.
Anciano, Duque y Bella se miraron. Todos morirían, queriendo vivir, buscando vivir, pidiendo vivir. Ninguno viviría lo que hubiera querido vivir, el tiempo que hubiera querido, ni la manera en la que hubiera querido. Nunca. No vivían, ni morían tampoco. Se encontraban en la nada, sin escapar, sin caer y sin volar.
Todos esperaban un destino diferente, pero equivalente. Morirían sin morir. Esperaban sin vivir. Permanecían sin actuar. Pasaban sin dejar rastro.
¿Estaban; serían; morían?
No, ninguna de ésas.
Nunca.
Toda la corte rió y se mofó del viejo.
Una mujer en una esquina lloró. Comprendía al pobre anciano.
Aún ella, con sus finos labios, sus ojos de cielo, su pelo de fuego, su belleza sin igual, sentía la necesidad de quitarse aquella prisión carnal.
Pero sin morir.
Lo intentó mil veces, y no pudo. Y a cada minuto que su alma permanecía en ese cálido y dulce envase, se oxidaba, se corrompía. Se sublevaba a cuestiones banales, se besaba con lo irrelevante, se prostituia con la superficialidad.
Pero sin morir.
El viejo intentó sacarse el cuerpo nuevamente, y por poco se quita la vida.
Allí el problema. ¡Es que se encuentran tan fuertemente unidos!
Por supuesto la corte entera rió de nuevo. Una mujer rió tanto que su peluca salió disparada y fue a caer en la carroza del Duque, que, asustado, brincó por la ventana y su cráneo fue aplastado por un caballo.
Pero sin morir.
Agonizó largamente, y nadie lo notó, puesto que los ojos de la corte entera estaban cubiertos de lágrimas, y nadie escuchó los gritos por las fuertes carcajadas que emitían. Así murió el Gran Duque. Como si nada pasara, sin que a nadie le importara, sin que nadie lo recordara, nunca.
Nunca.
Lo enterraron en una fosa común, porque entre todo el alboroto, un lunático de la calle lo despojó de sus ropas, y como ya ni cara tenía, nadie lo reconoció. Ni a nadie le importó. Su mujer no lo buscó, no preguntó, ni se preocupó.
Nunca.
Y la única testigo era la joven de cara de angel, pelo de fuego, cuerpo esbelto, con gracia, adorable, gentil, hermosa como la belleza misma. O más. Se apoyó horrorizada en una pared de piedra, y se cubrió de la realidad tapándose la cara con las manos.
Pero no pudo evitar mirar. Corrió un dedo, y luego otro. Siempre hizo lo mismo y no lo dejaría de hacer.
Nunca.
Anciano, Duque y Bella se miraron. Todos morirían, queriendo vivir, buscando vivir, pidiendo vivir. Ninguno viviría lo que hubiera querido vivir, el tiempo que hubiera querido, ni la manera en la que hubiera querido. Nunca. No vivían, ni morían tampoco. Se encontraban en la nada, sin escapar, sin caer y sin volar.
Todos esperaban un destino diferente, pero equivalente. Morirían sin morir. Esperaban sin vivir. Permanecían sin actuar. Pasaban sin dejar rastro.
¿Estaban; serían; morían?
No, ninguna de ésas.
Nunca.